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venerdì 6 marzo 2009

Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima


Mi hermosa mujer limeña, desenvuelta, aromática. Me siento un postergado del mundo sin su candorosa presencia. Mi rincón se sume en la melancolía sin su perfumada piel cerca de la mía. España está derritiendo sus cementos y flores bajo el sol de Andalucía, sus mares se hierven, Moguer está sola, pero en la colonial Lima llueve las penas de Dios. Georgina, amor, está usted tan lejos de España y de mi cuerpo como los astros y las nebulosas. Confieso, a instancias de mi edad crepuscular, que ahora sí creo que en Ultramar se encuentra el exquisito tesoro del Perú, leyenda encubierta de guerras de cruces y arcabuces que, antaño, contaban las abuelas a los niños en sus regazos. Usted, mujer de encantos infinitos, júbilo del Perú, delicada tapada limeña, provoca mi desespero a cada hora, sin poder sentir sus labios de capulí en los que sucumbiría como un divertido colibrí de penachos hinchados. La fantasía, y no los libros, me cuentan de Lima como una ciudad de fantasmas, de cielo grisáceo, donde las ropas de los mortales permanecen húmedas y sus cuerpos frágiles caminan con pesar hacia los acantilados de Barranco, de Chorrillos, de Miraflores, aquellos parajes de flores con tornasoles y tranvías solitarios, donde pasea su altivez y hermosura. Las andaluzas de Vejer de la Frontera eran hermosas, con un fino encanto de seducción que las hacían irresistibles a los ojos masculinos. Pero en su ciudad de Reyes, Georgina, qué hermosas son esas tapadas de sedas blancas, de aureola virreinal, con un velo suave que les cubre el rostro de durazno y dejan únicamente al descubierto, con galantería, un ojo como una gema de vidrio. Usted, Georgina mía, delicadeza encarnada en mujer, ha de referirme en una nueva correspondencia suya sobre sus sueños, sus penas, y yo redescubriré con la fantasía de mi provocación sobre la suntuosidad de su cuerpo cuando anda sobre esos pies chiquitos, cuando pasea junto al mar de Barranco bajo una sombrilla de jacarandás, la última de las tapadas. Su boca me diría del amor que siente por este otoñal hombre de Moguer, pero únicamente la seda de su mano que empuña la pluma me describe su pasión, la solitaria sensación de amar desde tan lejos, mi delicada alma de violeta. Sus palabras me dan cuenta de una mujer bella, dulce de manjar, con una tristeza lejana que me daña y alimenta mis ansías de pisar la tierra de los incas para apreciarla y disfrutarla. Cuánto amor nos espera al encuentro de nuestras existencias, Georgina amada. Cuento los días para verla, sentir su perfume de flores de Jericó, sentirla hablar en silencio como cuando se habla con Dios. Por lo pronto, Pajarillo de cielo azul, me despido con congoja en estas palabras expuestas con las letras de mi puño nervioso. Desearía hacerlo en su regazo, frente a usted, Georgina de Lima. La dejo con estos versos de mi primorosa inspiración sobre lo que siento ahora frente al vespertino ocaso de mi Moguer triste, sin la compañía de la mujer que siente y llora su más ilustre creador: Que eres tú, la humana primavera,La tierra, el aire, el agua, el fuego, ¡Todo!, y soy yo sólo el pensamiento mío.
Siempre suyo, Juan Ramón Jiménez

domenica 2 novembre 2008

Cartas de Georgina — Verano de 1904



El cónsul de Perú me lo dice: «Georgina
Hübner ha muerto».
...Has muerto. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿En qué día?
¿Qué oro, al despedirme de mi vida un ocaso,
iba a rozar la dejadencia de tus manos
cruzadas, en sus tallos, sobre el parado pecho,
como dos lirios malvas ya planos de su peso?

Ya se pegó tu espalda para siempre a la tabla,
tus piernas están ya para siempre cerradas.
(Sobre el tierno verdor de tu reciente fosa,
el sol poniente ya inflamará los chuparrosas?)
Ya está más fría y más solitaria la Punta
que cuando tu la viste, huyendo de esa tumba,
aquellas tardes en que tu ilusión me dijo:
«¡Cuánto he pensado en usted, amigo mío!».

¿Y yo, Georgina, en ti? Yo no sé cómo eras.
Morena, casta, triste? Sólo sé que mi pena
parece una mujer, tú, tú que estás sentada,
llorando, sollozando al borde de mi alma.
Sé que mi pena tiene esta letra suave
que venía en un vuelo atravesando mares,
para llamarme «amigo»... o algo más... No sé... algo
que sentía tu corazón de veinte años.

(Me escribistes: «Mi primo me trajo ayer su libro».
¿Te acuerdas? Y yo, pálido: «Pero usted tiene un primo?»

Quise entrar en tu vida y ofrecerte una mano
limpia como una llama, Georgina... En cuantos barcos
partían fue mi loco corazón en tu busca.
Yo creía encontrarte pensativa en La Punta,
con un libro en las manos, como tú me escribías,
soñando entre las flores refrescarme la vida.

Ahora, el barco en el que iré una noche a buscarte,
no saldrá de tal puerto ni surcará los mares;
irá por lo infinito, con la proa hacia arriba,
buscando como un ánjel una celeste isla...
Y... ¡Georgina, Georgina, qué cosas! mis dos libros
los tendrás en tu falda, y ya le habrás leído
a Dios algunos versos... Tú hollarás el poniente
en que mis pensamientos dramáticos se mueven.
Desde ahí, tú sabrás que esto no vale nada;
que, quitado el amor, lo demás son palabras.

¡El amor, el amor! ¿Tú sentiste en tus noches
la llamada lejana del mis ardientes voces,
cuando yo, en las estrellas, en la sombra, en la brisa,
esclamando hacia el sur, te llamaba «¡Georginaaa!».
Una onda, quizás, del aire que llevaba
el profundo sentir de mis rotas nostaljias,
pasó junto a tu oído? ¿Tú supiste de mí
los sueños de la casa, los besos del jardín?

¡Cómo se rompe lo mejor de nuestra vida!
Vivimos ¿para qué? Parar mirar los días
de fúnebre color, sin cielo en los remansos;
para tener la frente caída entre las manos;
para anhelar, cantándolo, lo que está siempre lejos;
para no pasar nunca el umbral del ensueño.
...Sí, Georgina, Georgina; para que tú te mueras
una tarde, una noche... ¡y sin que yo lo sepa!

Y el cónsul del Perú me lo dice: «Georgina
Hübner ha muerto».
Has muerto. Estás sin alma en Lima,
tupiendo rosa encima, debajo de la tierra...
Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran
¡qué niño idiota, hijo del odio y el rencor,
hizo el mundo jugando con pompas de jabón!