El cónsul de Perú me lo dice: «Georgina
Hübner ha muerto».
...Has muerto. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿En qué día?
¿Qué oro, al despedirme de mi vida un ocaso,
iba a rozar la dejadencia de tus manos
cruzadas, en sus tallos, sobre el parado pecho,
como dos lirios malvas ya planos de su peso?
Ya se pegó tu espalda para siempre a la tabla,
tus piernas están ya para siempre cerradas.
(Sobre el tierno verdor de tu reciente fosa,
el sol poniente ya inflamará los chuparrosas?)
Ya está más fría y más solitaria la Punta
que cuando tu la viste, huyendo de esa tumba,
aquellas tardes en que tu ilusión me dijo:
«¡Cuánto he pensado en usted, amigo mío!».
¿Y yo, Georgina, en ti? Yo no sé cómo eras.
Morena, casta, triste? Sólo sé que mi pena
parece una mujer, tú, tú que estás sentada,
llorando, sollozando al borde de mi alma.
Sé que mi pena tiene esta letra suave
que venía en un vuelo atravesando mares,
para llamarme «amigo»... o algo más... No sé... algo
que sentía tu corazón de veinte años.
(Me escribistes: «Mi primo me trajo ayer su libro».
¿Te acuerdas? Y yo, pálido: «Pero usted tiene un primo?»
Quise entrar en tu vida y ofrecerte una mano
limpia como una llama, Georgina... En cuantos barcos
partían fue mi loco corazón en tu busca.
Yo creía encontrarte pensativa en La Punta,
con un libro en las manos, como tú me escribías,
soñando entre las flores refrescarme la vida.
Ahora, el barco en el que iré una noche a buscarte,
no saldrá de tal puerto ni surcará los mares;
irá por lo infinito, con la proa hacia arriba,
buscando como un ánjel una celeste isla...
Y... ¡Georgina, Georgina, qué cosas! mis dos libros
los tendrás en tu falda, y ya le habrás leído
a Dios algunos versos... Tú hollarás el poniente
en que mis pensamientos dramáticos se mueven.
Desde ahí, tú sabrás que esto no vale nada;
que, quitado el amor, lo demás son palabras.
¡El amor, el amor! ¿Tú sentiste en tus noches
la llamada lejana del mis ardientes voces,
cuando yo, en las estrellas, en la sombra, en la brisa,
esclamando hacia el sur, te llamaba «¡Georginaaa!».
Una onda, quizás, del aire que llevaba
el profundo sentir de mis rotas nostaljias,
pasó junto a tu oído? ¿Tú supiste de mí
los sueños de la casa, los besos del jardín?
¡Cómo se rompe lo mejor de nuestra vida!
Vivimos ¿para qué? Parar mirar los días
de fúnebre color, sin cielo en los remansos;
para tener la frente caída entre las manos;
para anhelar, cantándolo, lo que está siempre lejos;
para no pasar nunca el umbral del ensueño.
...Sí, Georgina, Georgina; para que tú te mueras
una tarde, una noche... ¡y sin que yo lo sepa!
Y el cónsul del Perú me lo dice: «Georgina
Hübner ha muerto».
Has muerto. Estás sin alma en Lima,
tupiendo rosa encima, debajo de la tierra...
Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran
¡qué niño idiota, hijo del odio y el rencor,
hizo el mundo jugando con pompas de jabón!
Hübner ha muerto».
...Has muerto. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿En qué día?
¿Qué oro, al despedirme de mi vida un ocaso,
iba a rozar la dejadencia de tus manos
cruzadas, en sus tallos, sobre el parado pecho,
como dos lirios malvas ya planos de su peso?
Ya se pegó tu espalda para siempre a la tabla,
tus piernas están ya para siempre cerradas.
(Sobre el tierno verdor de tu reciente fosa,
el sol poniente ya inflamará los chuparrosas?)
Ya está más fría y más solitaria la Punta
que cuando tu la viste, huyendo de esa tumba,
aquellas tardes en que tu ilusión me dijo:
«¡Cuánto he pensado en usted, amigo mío!».
¿Y yo, Georgina, en ti? Yo no sé cómo eras.
Morena, casta, triste? Sólo sé que mi pena
parece una mujer, tú, tú que estás sentada,
llorando, sollozando al borde de mi alma.
Sé que mi pena tiene esta letra suave
que venía en un vuelo atravesando mares,
para llamarme «amigo»... o algo más... No sé... algo
que sentía tu corazón de veinte años.
(Me escribistes: «Mi primo me trajo ayer su libro».
¿Te acuerdas? Y yo, pálido: «Pero usted tiene un primo?»
Quise entrar en tu vida y ofrecerte una mano
limpia como una llama, Georgina... En cuantos barcos
partían fue mi loco corazón en tu busca.
Yo creía encontrarte pensativa en La Punta,
con un libro en las manos, como tú me escribías,
soñando entre las flores refrescarme la vida.
Ahora, el barco en el que iré una noche a buscarte,
no saldrá de tal puerto ni surcará los mares;
irá por lo infinito, con la proa hacia arriba,
buscando como un ánjel una celeste isla...
Y... ¡Georgina, Georgina, qué cosas! mis dos libros
los tendrás en tu falda, y ya le habrás leído
a Dios algunos versos... Tú hollarás el poniente
en que mis pensamientos dramáticos se mueven.
Desde ahí, tú sabrás que esto no vale nada;
que, quitado el amor, lo demás son palabras.
¡El amor, el amor! ¿Tú sentiste en tus noches
la llamada lejana del mis ardientes voces,
cuando yo, en las estrellas, en la sombra, en la brisa,
esclamando hacia el sur, te llamaba «¡Georginaaa!».
Una onda, quizás, del aire que llevaba
el profundo sentir de mis rotas nostaljias,
pasó junto a tu oído? ¿Tú supiste de mí
los sueños de la casa, los besos del jardín?
¡Cómo se rompe lo mejor de nuestra vida!
Vivimos ¿para qué? Parar mirar los días
de fúnebre color, sin cielo en los remansos;
para tener la frente caída entre las manos;
para anhelar, cantándolo, lo que está siempre lejos;
para no pasar nunca el umbral del ensueño.
...Sí, Georgina, Georgina; para que tú te mueras
una tarde, una noche... ¡y sin que yo lo sepa!
Y el cónsul del Perú me lo dice: «Georgina
Hübner ha muerto».
Has muerto. Estás sin alma en Lima,
tupiendo rosa encima, debajo de la tierra...
Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran
¡qué niño idiota, hijo del odio y el rencor,
hizo el mundo jugando con pompas de jabón!
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